Si bien nunca fui fanático de Sandro ni puse especial interés en sus canciones tengo que decir que fue alguien que siempre me cayó simpático. Me gusta cómo cantaba, creo que realmente tenía mucho talento y carisma como intérprete y logró crear un estilo fuertemente personal y, más importante aún, seductor.
Una seducción que, creo yo, irradiaba hacia todos: no sólo a las mujeres –sus «nenas», como las llamaba– que lo siguieron desde principios de los ’60 (en 2003 cumplió 40 años con la música). Creo que el verdadero seductor, como lo era él, seduce también a sus pares; en este caso, hombres. No de la misma manera, claro: a los hombres nos genera una sensación que podría traducirse en «yo a este tipo lo tendría como amigo«, o «cómo me gustaría invitarlo a un asado«.
Sandro formó parte, de todas maneras, de mi infancia. Yo nací en marzo de 1965 (en ese año él cumplía 20) y tengo recuerdos setentistas, de verano y sábados por la tarde, estando en mi departamento del barrio porteño de Caballito y viendo películas del ciclo «Sábados de súper acción«, en Canal 13, creo, donde cada tanto, alternadas con alguna de «Palito» Ortega, Carlitos Balá o Luis Sandrini, daban alguna de él.
Sin embargo, la figura de Sandro no dejó de tener para mí, excepto por esas cuestiones que recién comenté, el sabor de lo lejano. Quizás (y en primer lugar) porque soy hombre; quizás (y en segundo) por una cuestión generacional, digamos que mi sensación con Sandro fue la de alguien que me caía bien, a quien respetaba, y de quien sabía positivamente que, me importara o no, era un ídolo, «status» ratificado a lo largo de más de 40 años de trayectoria con la música por la fidelidad a prueba de balas de sus «nenas» admiradoras, abanico de mujeres cuyos extremos deben andar a grosso modo entre los 50 y los 70 años de edad (y quizás más, seguramente). En síntesis, siempre tuve en relación con Sandro un vínculo marcado por la sensación de haber llegado (yo) fuera de tiempo y de sexo como para ser un admirador más (sigue). Lee el resto de esta entrada »